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En esta coyuntura, situamos la obra del pintor cortesano Wilhelm Von Kobell, muniqués que pintó aspectos decididamente austeros de la vida en la tierra. Estilísticamente procedía de los holandeses, pero su estancia en París lo llevó a cumplir las exigencias de concisión propugnadas por David. Ambas influencias confluyeron en un lenguaje estilístico absolutamente personal.
En su Vista del lago Tegern de 1833, destaca la renuncia a lo no esencial por un lado y la compilación artificial de elementos por otro. El mundo que aparece es pseudoesquemático, limpio, inundado de sol e intacto. Puro. Es un mundo veraz, no en el sentido de mimesis de la realidad, sino desde una perspectiva intemporal de un orden superior que contiene valores inmortales. Se representa un ideal con alegres pastores que no se cansan de su trabajo. Son, como dijo Goethe, jóvenes “de pocas necesidades y grandes sentimientos”.
Von Kobell renuncia a la perspectiva aérea, la distancia aparece en transparencia. Las figuras aparecen en primer término, teniendo de telón de fondo el lago y las montañas. La claridad compositiva, por otro lado, es extraordinaria y ha de contribuir a que el espectador comprenda esta obra como símbolo de calma eterna.
Estamos pues, ante una realidad total que ha exigido muchas horas de esfuerzo al espíritu del artista antes de ser representada. Antes de establecer una comunión con la naturaleza. Es esto, especialmente, lo que nos lleva a adaptar las palabras del maestro del paisaje Joseph Anton Koch para decir que “quien no haya elaborado en sí mismo la naturaleza a través de largos estudios, podrá (…) ser acaso un buen pintor, pero nunca será un Von Kobell”.
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