jueves, 21 de febrero de 2008

Opositores de educación. ¡A la calle!

No caben dudas.
No hay ni un segundo para vacilar.
O estamos o no estamos.
O nos ven, o no estamos.
En Educación, la convocatoria será la misma este año. Ellos lo llaman "lo de siempre". Dicen, sin balbucear, que es "la legalidad". Y no tienen a nadie delante que les diga que NO es así. Que ni es lo de siempre. Que ni es lo legal.
No hay nadie que explique, que le cuente a la gente que pasa por la calle, qué está pasando en las tripas de los colegios. Nadie que les diga que la capacidad y el mérito resulta altamente indigestas en los centros educativos.
Pero, en cambio, las puertas de atrás están abiertas de par en par.
Y nadie está exigiendo que se cierren.
Estamos a nada de quedarnos otra vez arrastrando los pies en el felpudo. Hay que dar un paso al frente, hay que llamar a la puerta y contarles que estamos aquí y por qué lo estamos.
¡Vamos!
¡Vamos a la calle! ¡Que sepan que existimos! ¡Que vemos y hablamos!
¡Que sepan que los otros saben de nosotros!
Podemos hacerlo. ¿Quién va a impedirnoslo? Si ya nos han impedido lo más importante...
¿Qué perderemos?Si ya nos han ocultado todas las oportunidades bajo informes y ordenes...
Si salimos todos juntos, si gritamos todos a una, seremos "una foto", de las de portada, de las que se tiran encima de las mesas donde se deciden los temas de los mítines, donde se pacta qué llaga hay que tocar.

Y es que por lo menos, como mínimo, tenemos que escocerles.

miércoles, 13 de febrero de 2008

¿Quién mató a Charlot?

Chaplin no tiene consideraciones, es despiadado. Y por eso nos condena a todos en su película Monsieur Verdoux. Nos tira a la cara, entre gags y asesinatos, toda la culpa que siempre echamos a un lado. Para condenar a un asesino de inocentes, nos hace convertirnos en él.
Cuando empezamos a ver Monsieur Verdoux, no esperemos encontrarnos con el vagabundo enternecedor, al que todo perdonamos. Aquí está la otra cara de la moneda, el reverso. Ya no hay sombrero, zapatones o bastón. Ahora hay cinismo, frialdad y negocio. A pesar de eso, Charlot (o Chaplin o Verdoux) consigue que estemos siempre del lado del asesino. Sabemos de sus intenciones, pero nunca conseguimos verlo en acción. Sabemos de su sistema, pero no podemos evitar reírnos cuando Charlot-Verdoux cae por una ventana, se ve dormido por su propio cloroformo… Ahí reconocemos a Charlot, a Chaplin, al mendigo. Que por culpa de los tiempos que corren ha tenido que hacer negocios con la vida, como muchos más. Pero hay un sabor amargo en todo esto. ¿Por qué nuestro “amigo” se ha pasado al otro bando? ¿Por qué tiene que hacernos esto? ¿Es una venganza? Monsieur Verdoux nos empuja hacia un abismo en el que nos enfrentamos con la cara más terrible del mundo y de la condición humana. Nadie se salva, ni siquiera la única mujer que es perdonada merece nuestro perdón. Está casada con otro asesino, así, simplemente. Y ahí no hay vuelta atrás. La fatalidad de Verdoux se ve espectacularmente confirmada. No queda sitio a dónde ir.
Además de todo esto, la película tiene una impecable narración y el movimiento (Verdoux es un asesino itinerante) está muy bien tratado con las imágenes del tren y la música, que imprimen un ritmo muy especial al film. Además, el ingenio del Chaplin director consigue obsequiarnos con planos sorprendentes. Como en el caso de la boda, cuando Chaplin escapa al ver a su otra “mujer” (la indestructible Martha Raye). La profundidad de campo y la composición son espectaculares en el plano en que alguien se asoma a buscar en una ventana, mientras que el espectador ve como Chaplin huye por detrás.
Sin embargo, la apoteosis es el final. Tanto por su contenido como por su forma. El sabor amargo que hemos ido sintiendo desde el principio se convierte en un dolor agudo. Primero por las palabras que Charles Spencer Chaplin nos dirige desde el estrado del acusado. Nos señala con el dedo y nos llama hipócritas, enfermos, degenerados. Y no podemos contestarle, porque tiene razón. Y la impotencia se vuelve incontenible. Por eso lo condenamos a muerte. Y así, nos condena a nosotros.
Verdoux se deja capturar, ha estado jugando, negociando y ha decidido que se acabe. Se enfrenta a la muerte con una serenidad en la mirada y un gesto que sabemos naturales. Y nos dedica un momento único en el cine. En la celda, cuando toma el ron que le ofrecen (después de haberse negado en un principio), en sus ojos brilla una serenidad trágica. Nada lo ata al mundo, y menos a este mundo. Él ha decidido sus pasos y ha elegido su fin. Él sabe, nos ha avisado de lo que está pasando. Él ve. Y ahora la sociedad sólo quiere cerrar los ojos, muy fuerte, porque el espectador se da cuenta finalmente de que está matando a Charlot. Pero cuando la sociedad, por una rendija, quiere ver como lo conducen a esa guillotina, cuando consigue ver esa silueta con las manos atadas atrás, se condena a sí misma. Porque ahí va el mendigo, la bondad, el niño-hombre, el inocente. Porque vamos a guillotinar a nuestra esperanza.